Lecturas: Isaías 60:1-6 | Juan 1:29-34
Hoy la Iglesia Católica recuerda el bautismo del Señor. Dios mismo se inclina no solo para tomar carne humana, sino para someterse a un bautismo que Él no necesitaba. Jesús se une, voluntariamente, a las filas de los necios, los débiles y los pecadores del mundo al venir a un bautismo diseñado para los pecadores. Y Él permite que un pecador indigno, su primo Juan, lo bautice para cumplir toda justicia.
Y esta humildad, esta obediencia, esta sumisión a la voluntad del Padre precede inmediatamente a la revelación de la divinidad de Jesús. Porque el Padre reclama a su Hijo amado, en quien está complacido para anunciar al mundo que Su verdadero Hijo es este Uno que se somete al bautismo de
arrepentimiento de un pecador. El Espíritu Santo desciende sobre Él en forma de paloma, un ave común, el mismo ave común que le informó a Noé que Dios y el hombre estaban una vez más en paz.
El Santo Bautismo, tanto el de nuestro Señor como el nuestro en nombre del Señor, también usa algo humilde: el agua común. El ministerio público de nuestro Señor comienza con un lavado en el agua del río Jordán entre una multitud de personas comunes, pecaminosas y débiles.
Y aunque el agua puede ser bastante poderosa en huracanes, inundaciones y eventos como estos, el agua bautismal es, en el punto de vista mundano, bastante débil. Cuando los cristianos son bautizados, por lo general involucra tres derramamientos pequeños: una pequeña cantidad de agua que, según afirmamos, es
más poderosa que cualquier otra sustancia en el universo. Y, sin embargo, mira la promesa. Se nos dice que el bautismo nos da el perdón de nuestros pecados, nos da la vida eterna y la salvación del pecado y la muerte.
Autor: Reverendo Mario Sánchez