La cuaresma y la purificación del corazón

Permítanme empezar afirmando lo obvio: vivimos en una cultura secular que ha hecho del derecho a la autorrealización el valor supremo que hay que buscar. Mi felicidad es el sentido de la vida. Por supuesto, decir que soy responsable de mi propia vida no es una idea falsa, pero incluso si nos embarcamos en la búsqueda de los más altos ideales humanos, puede acabar siendo una especie de ensimismamiento. Mi prójimo puede verse fácilmente como un obstáculo en mi camino y cuando hablamos de Dios tenemos en mente una vaga presencia que quiere que seamos buenos. Más allá de eso, ¿no hay nada más que deba decirse?

El mensaje bíblico es que Dios no es sólo la fuente de la vida, sino también mi juez. Dios no se desvanece simplemente porque el hombre quiera ser el amo del universo. Por eso, san Pablo amonesta a los corintios para que den un paso atrás y no se dejen cegar por lo que él llama el Espíritu del Siglo: “Que nadie se engañe a sí mismo. Si alguno entre vosotros parece ser sabio en este siglo, que se haga necio para llegar a ser sabio” (1º Corintios 3:18; véase 2º Corintios 4:4). A pesar de los valores y normas que dominan la cultura que nos rodea, los cristianos debemos tomarnos en serio que, al final, hemos de ser responsables ante Dios: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe. Examinaos a vosotros mismos”, dice a los corintios (2º Corintios 13:5). Lo mismo dice a los Gálatas: “Que cada uno examine su propia obra… porque cada uno llevará su propia carga” (Gálatas 6:4).

¿Cuál es, pues, el camino que debe seguir el cristiano para alcanzar la felicidad? San Pablo aconseja a los corintios que cuiden debidamente su vida espiritual: “Amados, limpiémonos de toda inmundicia de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2º Corintios 7:1; 1º Corintios 6:11). Asimismo, a la luz de la venida de Cristo, san Juan anima a los hijos de Dios: “Y todos los que tienen esta esperanza en él, se purifican a sí mismos, como él es puro” (1º Juan 3:3). Limpios de pecado, nos dedicaremos a Dios. Es evidente que se trata de una invitación a entrar por la puerta estrecha. Nuestra búsqueda de la felicidad implica una limpieza del corazón, una búsqueda de la santidad en el temor de Dios.

La limpieza refleja un auténtico dolor por nuestros pecados, como escribió san Cipriano de Cartago a los fieles de África hace más de 1700 años sobre la limpieza de corazón: “Cuando le llamaron la atención a Jesús de que sus discípulos habían empezado a comer sin haberse lavado antes las manos, dijo en respuesta: ‘El que hizo lo de fuera, hizo también lo de dentro. Dad limosna y todos quedaréis limpios’ (Lucas 11:40s). Así enseñaba que no había que lavarse las manos, sino el corazón, y que la impureza debía sacarse de dentro más que de fuera. Porque los que han limpiado su interior han limpiado también lo que está fuera, y aquellos cuya mente ha sido limpiada han comenzado también a purificar su piel y su cuerpo” (Sobre las obras y la limosna).

+ Monseñor Roald Nikolai Flemestad
Obispo de la Iglesia Católica Nórdica

 

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